Se cumplen 19 años de la increíble partida de ese Guajiro Natural que no hipotecó ni sus letras, ni sus aires, ni su vida, ni sus maneras para encontrar el reconocimiento.
En 2002 se dio el histórico suceso musical de ver a un músico guajiro, del Occidente cubano, en la propia tierra del son, en Santiago de Cuba, nada menos que invitado por Elíades Ochoa, quien lo esperaba con afán y fue su anfitrión, y qué anfitrión.
Ya se sabía de los llenos totales en México y en Costa Rica, del arrase en Francia y de la idolatría en Colombia. También se sabía de cómo el pueblo cubano se sentía identificado con los temas, las maneras, el arte lleno de paisajes de aquel hombre.
Y de golpe, luego de varios días de incertidumbre cubana llegó el asombro: moría Polo Montañez. No se podía creer aquello. Era el 26 de noviembre de 2002 cuando la esperanza se transformó en llanto, incluso más allá de Cuba. Tenía 47 años cuando perdió la vida a causa de un accidente automovilístico.
Polo rindió tributo a la vida de una manera absurda, como Aquiles Nazoa, como Alí Primera, como Andrés Eloy Blanco: en un accidente de tránsito cuando retornaba al hogar, en este caso, desde La Habana.
Había nacido el 5 de junio de 1955 en Candelaria, provincia de Pinar del Río (la tierra de Miguelito Cuní y de Pedro Junco, entre otros), y se cultivó como la siembra de la rica tierra fértil: con la música de sus campos, con la jornada de trabajo cantando, con los aires que escuchaba en la radio y con la prédica de sus campesinos padres. Monte y música, trabajo y acordes.
Así se puede resumir la vida de este hombre que llegó a formar un grupo para animar veladas sin saber que José da Silva, africano oriundo de Cabo Verde y presidente del sello Lusáfrica, discográfica independiente establecida en Francia, se enteraría del asunto a través de Bernardo Quiñones, amigo de Polo. Fue Bernardo quien llevó a da Silva a Las Terrazas, localidad ubicada en Pinar del Río, la occidental provincia cubana.
Polo era una suerte de poeta de la montaña, un poeta escapado de sí mismo.
El empresario tendría que esperar dos días para poder escuchar a Polo Montañez, es decir, a Fernando Borrego Linares, a quien en el pueblo le decían polaco por causa de sus cabellos claros, y de polaco a polo fue una sola cosa, allí, en su campo, en su tierra, en su trabajo.
Hay que acotar que para 1994 Polo Montañez había sido aceptado por la normativa cubana como un músico profesional. Mas él no se dedicó a explotar tal condición en términos masivos. Todo lo hacía en su pueblo.
Lo cierto es que hasta ese pueblo fue el dueño del sello francés a escuchar a Montañez, y cayó rendido ante la evidencia que le había vaticinado Bernardo Quiñones, por algunas razones que conviene acotar.
La primera de ellas tiene que ver con lo genuino de aquel grupo al que hasta le faltaban cuerdas en sus instrumentos y sin embargo sonaban, y cómo. Y la más importante para da Silva era que se trataba de un repertorio que él no conocía pues escuchaba lo mismo en todos los restaurantes de Cuba a los que iba.
Y era que entre los temas clásicos y convencionales de repertorio cubano que se toca en los locales turísticos, Polo se decidió a intercalar algunos temas suyos. Fueron esos temas los que atraparon al empresario africano. Toda una novedad, y muy buena.
En entrevista con el renombrado periodista cubano Pedro de la Hoz, Montañez contó: “Nosotros interpretábamos cosas que nos pedían o que estaban de moda en fiestas y recitales en comunidades de todo el territorio vueltabajero. Cuando comenzamos a ser anfitriones en el Motel Las Terrazas, que se halla enclavado en la comunidad donde fuimos a vivir después de tantos años en medio del monte, me dio la idea de intercalar creaciones mías.
No sé si mucha gente se dio cuenta que eran criaturas mías, nacidas de mi corazón y de la cabeza, porque debo aclarar que la inspiración tiene que ponerse a trabajar para hacer música, pues esta no cae del cielo porque uno lo quiera. Lo cierto fue que mucha gente que pasaba por Las Terrazas o nos escuchaban en otros lugares, se fijaban en algunos de mis temas”.
Polo no se mostró muy interesado en la oferta discográfica de José da Silva, pero este le pidió que lo pensara, que él retornaría en tres meses, como en efecto fue. El resto es historia un poco más conocida.
Regresó José da Silva con los empleados cubanos que tenía en su sello y que se ocuparían de Polo. Fueron los cubanos los que confirmaron al de Candelaria que la cosa iba en serio y que da Silva era un tipo de palabra.
Así y solo así Polo confió y firmó el contrato discográfico que permitiría descubrir ante el mundo lo genuino de aquel cantor que olía musicalmente a tierra mojada, muy cercana a los atardeceres del Occidente cubano, con una dotación principalmente de septeto, susceptible de ser ampliado.
Totalmente autodidacta, aquel trabajador de la tierra hizo toda una fusión de los ritmos que conocía y le gustaban, dando preponderancia a los de su tierra.
Un buen día se vio Polo con sus compañeros viajando a La Habana, nada menos que a los estudios Abdala. Ellos suponían que aquello sería una presentación. Polo se gastó el dinero que tenía de reserva en un vestuario nuevo para el grupo y resultó que no había público. Aquello era una grabación. Lo lamentó un buen tiempo, según contó José da Silva.
Totalmente autodidacta, aquel trabajador de la tierra hizo toda una fusión de los ritmos que conocía y le gustaban, dando preponderancia a los de su tierra, con una temática monumentalmente cubana.
Así iniciaría Fernando Borrego los tres años que duró su extraordinario periplo truncado en una carretera. Una trayectoria inolvidable solo con dos discos, “Guajiro natural” y “Guitarra mía”, y un álbum póstumo.
Al morir contaba apenas con 47 años y, como Césaria Évora, perteneciente al sello que lo firmó, el mundo lo conoció ya adulto, sin fabricación previa en los estudios. Y quedó claro que la juventud cubana supo diferenciar porque en pleno auge del ruido Polo pudo llamarles la atención, ponerlos a bailar y mostrarles, con su música, otra parte de Cuba. Todo un logro.