Basta apreciar un espectáculo de la compañía Camagua para comprender ese concepto manejado por los grandes maestros Ramiro Guerra y Rogelio Martínez Furé (bueno, manejado por muchos más) de la teatralización del folclor. Las compañías profesionales no hacen el folclor. A las compañías les corresponde recrear, estilizar, jerarquizar expresiones del patrimonio popular. El folclor lo hace el pueblo. Y sé que utilizo un término, folclor, que ahora mismo está en discusión en ámbitos académicos. Pero, insistimos, las tradiciones culturales del pueblo, las mantiene, las defiende, incluso, las hace evolucionar, el mismo pueblo. Y ese es un punto de partida de las compañías profesionales.
Camagua ha mostrado una vez más, en su exitosa temporada en la sala Covarrubias del Teatro Nacional, el exquisito y espectacular trabajo de recreación y puesta en escena de disímiles tradiciones culturales, en un proceso riguroso de investigación que ha significado esencias, matrices y matices, referentes indiscutibles de prácticas habituales... y los ha volcado en piezas que respetan pautas fundamentales de la representación escénica.
Teatralizar significa discriminar (en el buen sentido de la palabra), o sea, escoger de un material original lo más contundente estética y conceptualmente hablando, y reorganizarlo, a partir de una definida noción de dramaturgia, estilizando movimientos y rutinas, estableciendo nuevas dinámicas grupales... todo, insisto, sin traicionar rasgos identitarios.
No es una labor fácil. Porque un espectáculo para la escena no es, o no debería ser, un testimonio fiel de las prácticas del llamado foco. Pero al mismo tiempo, no puede desligarse de esas prácticas para devenir visión folclorista, superficial del acervo que pretende honrar.
Lo que ha hecho el maestro Fernando Medrano con las tradiciones campesinas de Majagua, o los bailes y cantos de los emigrantes y descendientes de emigrantes jamaicanos en Baraguá, ambos poblados de Ciego de Ávila, es resaltar un legado en una concepción coreográfica y musical para la escena. Y todo articulado con buen gusto, sentido de los contrastes, funcional alternancia de tempos, interesantes diseños espaciales.
Y de las coreografías de la maestra Bárbara Balbuena, que es una autoridad en estos temas, se pudiera decir lo mismo. Ella parte de prácticas raigales, de fuerte espíritu religioso o de singular impacto popular, y las somete a una curaduría rigurosa, que enfatiza valores estéticos sin negar conceptos. Lo que sube a la escena no es un documento, es arte.
Quedan cosas en el tintero: fue una temporada extraordinaria. Pero para cerrar voy a celebrar lo que ya mucha gente ha celebrado: el compromiso, el entusiasmo, la probada calidad de bailarines y músicos. Esta no es una compañía de grandes solistas. Y ese no es un defecto. Es una compañía con un gran cuerpo de baile, un cuerpo de baile virtuoso, compenetrado. Y el virtuosismo no está en las demostraciones individuales de técnica, sino en la homogeneidad del entramado. Bailan con el mismo impulso, la misma energía, la misma intensidad. Se concreta lo que para muchos sigue siendo una gran utopía: que el cuerpo de baile sea una sola fuerza, un solo espíritu, una misma voluntad.