He visto a un hombre llorar, a un hombre de pelo blanco y sobrada sapiencia. He visto a un hombre llorar y no he podido evitar romperme.
El padre, el abuelo dulce, el profesional y directivo competente sabe que no son números. Detrás de cada estadística está el dolor de una familia, la muerte de un ser querido del que no pudieron despedirse, al que no pudieron abrazar.
Pero había un sufrimiento especial. Su amigo, Gustavo Sierra, el científico que tanto le había aportado a la humanidad, no pudo vencer los estragos de este fatídico virus. No es justo.
Salgo a la calle y me tropiezo con decenas de personas y sus nasobucos, retazos de telas que a algunos hasta le hermosean el rostro. Muchos lo llevan justo debajo de la nariz y pienso, pienso en el dolor de Durán, pienso en las tres personas que conozco y que no pudieron vencer. Pienso en el amigo que todavía lucha por su vida.
No es justo. Una rabia tremenda me inunda, mientras alguien se quita su máscara para fumar, y otros hablan bien cerca sobre los planes para no pasar por alto el día de las madres.
Hago de prisa cada trámite. Me alejo de todos. Busco el metro y medio de distancia, trazo mi perímetro seguro.
Me piden los datos requeridos. Firmo. Saludo de lejos a una querida amiga.
Ya no soy la misma. He cambiado. A veces siento miedo.
Voy por la calle y no puedo pensar en otra cosa.
He visto a un hombre llorar y un nudo se me atora en la garganta como una masa pesada y pétrea.
He visto a un hombre llorar y lloramos juntos. He visto a un hombre llorar y, no sé ustedes, pero cuando veo a un hombre llorar, a un hombre bueno y de pelo blanco: yo, me quiebro.