¿Sabía usted que en Baracoa se encuentra el símbolo cristiano más antiguo que existen en América? En efecto, en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de esa localidad del extremo oriental de la Isla se halla la llamada Cruz de la Parra, la única que se conserva de las veintitantas que Cristóbal Colón, durante su primer viaje, en 1492, dejó diseminadas por tierras americanas.
La Cruz de la Parra fue confeccionada con madera de uvilla, un árbol americano, y las pruebas de Carbono 14 le confirman una antigüedad que se corresponde con el descubrimiento del Nuevo Mundo. Sus cuatro extremos hubo que forrarlos con latón plateado para evitar que los devotos arrancaran astillas pata llevarlas de recuerdo.
Baracoa es la ciudad primada de Cuba; “la primera en el tiempo”, como se lee en su escudo. Fue fundada por el Adelantado Diego Velázquez en 1511 ahora 510 años--- y durante cuatro años dio asiento a la capital de la Colonia. Pero cuando en 1518 le concedieron el título de ciudad estaba ya prácticamente despoblada. A partir de ahí y hasta 1959 vivió abandonada a su suerte. Castigada por los ciclones, los sublevaciones indígenas, los ataques de corsarios y piratas y, más aún, por la indiferencia de los gobernantes, Baracoa se convirtió en la cenicienta de Oriente.
Hasta 1965, cuando se inauguró el viaducto La Farola, el territorio no tuvo comunicación terrestre con el resto del país, salvo aquella que podía hacerse a pie o en mulo por estrechos y serpenteantes caminos de montaña. Como si se tratase de una de las tantas isletas del archipiélago cubano, se llegaba allí por mar, en una goleta que hacia el viaje desde Santiago de Cuba. O en un avión destartalado que volaba dos veces al día siempre que el tiempo lo permitiera. Así, decir Baracoa, al igual que el cabo de San Antonio, en el extremo occidental de la Isla, era mentar el fin del mundo, un lugar donde el aeroplano había llegado antes que el automóvil.
Es una villa alargada y estrecha. Vista en el mapa, causa la impresión de un alero que le sale al malecón de la ciudad. Las casas, por lo general, son de puntal alto, con techas a dos aguas y tejas francesas. Las ventanas son españolas. La mayoría de las edificaciones no son muy antiguas, pero la ciudad sí mantiene el trazado colonial de sus calles y plazas.
En ambos extremos de las villas se levantan sendas fortalezas coloniales. La de Matachín, en la bahía de la Miel, y La Punta, en la ensenada de Porto Santo. Ambos baluartes complementan al castillo de Seboruco, que se erige un poco retirado de la costa, sobre una loma de unos cuarenta metros de altura.
Todavía se escuchan y bailan el Baracoa el negón y el kiribá, dos de las formas más remotas del son tradicional cubano. Hay allí un fuerte movimiento de cultura popular, y en este rubro es siempre recordado Cayamba, que se presentaba como el trovador de la voz más fea del mundo, todo un espectáculo con su guitarra. Es muy extendida una artesanía que trabaja en exclusiva los recursos naturales. Hay en Baracoa una cocina original que apenas se conoce en el resto del país. Platos típicos son el arroz con coco, el bacán, que es el pastel en hoja de Santo Domingo y el frangollo, que no es más que la masa del plátano verde tostado y molido. La bola de cañón es como la papa rellena, pero hecha de plátano pintón o maduro. El cucurucho, un dulce finísimo, es de coco molido y mezclado con naranja, piña, papaya o miel, masa que se envuelve en la masa vegetal del coco. Muy delicados resultan los pescados y mariscos cocinados en salsa de coco.
En lengua de los primitivos pobladores de la región, Baracoa quiere decir, según unos, “tierra alta”, y para otros, “existencia de mar”. Cuenta el territorio con paisajes naturales que cortan el aliento. Baracoa es una joya. Cayamba llamó a su ciudad “tesoro escondido en un cofre de montañas”. La imagen es justa, pero incompleta. Porque el tesoro es también el lomerío , los ríos caudalosos, el mar y la gente… el baracoeso que vive su vida calma, con un ritmo diferente a la del resto del país, sin las amenazas que se derivan de la contaminación ambiental.
Sorprende la calidez con que se acoge al visitante en la casa de cualquier campesino o pescador. No se le dice al recién llegado “buenos días”, “mucho gusto” ni “encantado”. Se le dice solo “a buen tiempo”. Lo que significa que la llegada es oportuna, buen recibida y que el anfitrión está dispuesto a compartir lo mucho o lo poco con quien lo visita.