Justo a la entrada del puesto de mando, se cuentan los hombres. Repasan así el número de bomberos de la tropa. Es la manera de saber que no falta ninguno, que todos están a salvo. ¡Uno! ¡Dos!
Cada número tiene una voz diferente. ¡Tres! ¡Cuatro! Cada número encierra en sí una historia. ¡Cinco! Las cifras, en estos días grises, tienen rostros. ¡Seis!... Se hace un silencio. Los hombres, con la expresión tiznada de tanto humo, se miran, buscando al que falta. Entonces señalan a la derecha y gritan ¡siete! cuando encuentran al hombre perdido contestando preguntas de la televisión.
Apenas se distinguen las voces entre órdenes, gente que se chifla, el ruido de los camiones de volteo con arena, de las pipas con agua, los helicópteros que sobrevuelan descargando agua encima del infierno. Un grupo de bomberos
sube al camión del Comando 16. Otros caminan en fila, uniformados de las botas al casco, hacia el incendio.
Hace 96 horas uno de los depósitos de combustible de la base de supertanqueros de Matanzas se incendió y desde entonces todo ha sido una odisea. Desde las 6:45 pm del viernes cinco de agosto, la ciudad no duerme y anda, con el insomnio a cuestas, de pesadilla en pesadilla. El martes, un humo blanquecino empieza a dar señales de control sobre el fuego.
Desde su walkie uno de los bomberos indica:
−Mira a ver si tenemos cinco compañeros hermanos de Venezuela para apoyar ahí. Montilla. 315. Venezuela. Repito, cinco compañeros de apoyo. Montilla. 315. Venezuela.
−Capitán, ¿ya podemos dar agua aquí? −pregunta otro bombero.
−Métele. Vamos a dar agua de nuevo.
El suelo está ennegrecido del hollín, el fuego derritió la bombilla de un poste eléctrico y el cartel de la Comercializadora de Combustibles de Matanzas está al borde de la carretera, ilegible y consumido por las llamas. "Comer" "bles" "Mat", se lee. Hay una bota calcinada que se reclina sobre una piedra, como un tributo. Y sobrecoge. Una sola bota que es tantas botas juntas.
Pasa una pipa cargada de agua. Nos montamos para acercarnos al primer tanque incendiado. La zona parece de guerra. Como medida de seguridad, José Armando Pérez Rodríguez, especialista técnico del Comando de Artemisa, nos dice:
−Si yo empiezo a pitar de manera continua, es todo el mundo a correr. Primero se escucha la explosión y después el fuego. ¿Entendido? Si ustedes me sienten pitar sostenidamente, se desprenden y salen todos de allí.
Mientras nos acercamos a los bomberos que echan espuma para asfixiar el humo, el Teniente Coronel Aníbal Oro Guerrero, segundo jefe del Cuerpo de Bomberos de La Habana, recuerda que apenas explotó el primer depósito, salió el combustible hacia todas partes, como una lava volcánica.
Estamos pocos minutos allí cuando el aire se vira al norte. El humo vuelve a oscurecerse y un bombero nos dice que tenemos que salir, que “ese humo negro no es bueno”.
De lejos escuchamos un silbato, pero no es sostenido, no es continuo. Arden los ojos. Tenemos que salir. Empieza a llover y un viejo en overol pasa y nos saluda dándonos su mano, tiznada mano.