Su muerte en combate aquel 11 de mayo de 1873 supuso un duro golpe. Muchos de sus subordinados se negaron a creer la noticia y decidieron esperar un poco, pero era cierto: Ignacio Agramonte y Loynaz había caído en combate en el Potrero de Jimaguayú.
Aquel inesperado deceso no solo afectó la gesta independentista iniciada en octubre de 1868 y los planes de los jefes de llevar la guerra al occidente cubano, sino el alma de toda una ciudad que, al ver el cadáver del jefe de las tropas mambisas en el centro-este de la isla, quedó consternada y sufrió como una madre cuando pierde a un hijo.
La bala en la sien derecha no fue la única que mostraba El Mayor. Un informe forense refería múltiples heridas en el cuerpo ya sin vida del héroe, inferidas con arma blanca por las hienas de las guerrillas al servicio de España, que desvalijaban a los cadáveres de pertenencias y objetos de valor. Precisamente, las piezas sustraídas persuadieron al jefe español José Rodríguez de León de la identidad del caído.
La figura más conspicua de la insurrección armada del Camagüey a pesar de no estar físicamente en el campo de batalla dirigiendo a su tropa, continuaba siendo ejemplo inspirador para aquellos que algún día estuvieron bajo su mando; sería una sombra inmortal, como lo llamara más tarde José Martí.
La contienda libertaria continuó. Hubo varias guerras. El sueño de Agramonte de ver a Cuba y a sus habitantes libres de toda opresión extranjera se concretó el 1ro de enero 1959.
Hoy a 148 años de su muerte, además de la historia de sus hazañas, las estatuas y retratos de El Bayardo de Cuba, se inmortaliza su figura de líder justo y de cubano digno que sacrificó riquezas y un amor de leyenda por la soberanía de la patria.
Entonces, los habitantes de esta región de Cuba sentimos por siempre el orgullo de ser agramontinos y comprendemos el por qué sucesivas generaciones no dejan de admirar a un héroe de los grandes, de los verdaderos, de los que nos gustaría tener en frente aunque su luz nos impactara con tanta fuerza. (Foto: Archivo)