Hay fechas sagradas para la nación por la historia que evocan, por el simbolismo de los hechos que las marcaron y su aporte extraordinario al devenir de una sociedad.
El 26 de julio de 1953, cuando Fidel Castro y otros revolucionarios a su mando asaltaron los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, no se estaba protagonizando solo un hecho militar. Se estaba trazando un camino. El fracaso de la acción no fue la derrota de una idea. Fue germinación.
El programa del Moncada, que Fidel explicitó en su célebre alegato La historia me absolverá, devino guía e inspiración para la lucha de los mejores hijos de un pueblo, primero expresada en la gesta del Granma y la Sierra Maestra; después, Revolución compartida por millones de cubanos.
Se equivocaban los que pensaban que el objetivo final era derrocar a un tirano. Ese fue el detonante, pero Cuba necesitaba cambios radicales.
La Revolución que comenzó Céspedes y que abrazó Martí, a la que se consagraron por varias décadas mujeres y hombres dignos, no estaba completa. Fidel y los moncadistas le dieron un impulso extraordinario, el triunfo de enero de 1959 fue realización esperanzadora.
Pero esa Revolución tiene que asumirse en permanente renovación. Porque sus desafíos son los de cada momento. Ahí está la esencia del tantas veces citado Concepto de Revolución, expresado por el Comandante en Jefe.
La vigencia del ideario del Moncada no se basa en el repaso literal de las circunstancias de aquel contexto. Es la vigencia de un espíritu. Y ese espíritu, pese a errores puntuales en el ejercicio demandante de hacer una Revolución, no ha sido traicionado en sus esencias. La Revolución Cubana ha sido capaz de salvaguardar su coherencia, que se sustenta en la pretensión de conquistar toda la justicia.
Ese fue el anhelo de los cubanos que asaltaron el Moncada en 1953. Ese es el anhelo de los que, casi siete décadas después, defienden un proyecto integrador y democrático: paz, justicia y prosperidad para todos. No es esta una Revolución del odio y la venganza. Es una Revolución de la esperanza.
No ha sido un camino fácil. Los adversarios históricos y los de cada momento han pretendido minar la confianza del pueblo en la Revolución, han querido socavar su base popular. Presentan como muestra del fracaso del proceso revolucionario situaciones provocadas en buena medida por la agresividad de las políticas de sucesivos gobiernos estadounidenses, en complicidad con los más conservadores sectores de la emigración. Magnifican problemas. Ignoran logros. Estimulan el odio desde sus discursos y sus acciones.
Han buscado siempre un estallido social que justifique una intervención militar extranjera. Lo promueven. Intentan convencer al mundo de que la crisis en Cuba es sistémica y autogenerada. Pese a tan enfáticas muestras de entusiasmo ante los acontecimientos de las últimas semanas, algunos no pueden disimular su decepción: necesitan más violencia, necesitan más enfrentamientos, necesitan muertos...
No hay tal estallido social en Cuba, pese a los repetidos llamados. Han querido canalizar insatisfacciones de no pocos para ponerlas en función de una agenda anexionista. Pero hay un pueblo que no se deja engañar. Que sufre las dificultades, pero que no se deja abatir por ellas. Que sigue trabajando todos los días para enfrentarlas. Que denuncia el bloqueo inhumano que las agudiza. Que combate diariamente una pandemia. Que busca soluciones. Que es solidario. Que quiere preservar la tranquilidad ciudadana. Que quiere vivir en paz. Que sueña un futuro mejor y se sabe con fuerzas para construirlo.
Esos son los moncadistas de estos tiempos: obreros, campesinos, maestros, estudiantes, médicos, artistas, científicos, deportistas, militares, gente de campos y ciudades, jóvenes y ancianos... Esa es Cuba este 26 de julio. Y por siempre.