Parecía que la fuerza explosiva de un volcán se encerraba en su cuerpo. A primera vista, impresionaba su impronta. Su mediana estatura se agigantaba en la fuerza de sus palabras y la resolución de sus actos. Desbordaba pasión y optimismo. Era combinación perfecta de decisión y temeridad; la expresión suprema de una musa inquieta y marmórea que convirtió en poesía su más grande sueño: la Revolución. A su amigo José Fornaris, había escrito en 1852:
Todo en mi era fuego, era viveza,
todo era inquietud y movimiento:
me gustaba del monte la aspereza,
y del mar el rugido turbulento;
yo aspiraba a vencer por la victoria,
era la lucha para mí la gloria.
Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, abogado, periodista y poeta, excelente jinete y esgrimista, tenía en el culto a la patria, la razón de su vida.
Para 1842 ya era un hombre de mundo. Había estudiado en España y visitado Francia, Italia, Alemania y Turquía. En ese fecundo peregrinar, cultivó su intelecto y forjó una sólida cultura. Dondequiera que fue, llevó consigo el amor profundo a la tierra que lo vio nacer. En Barcelona, retó a duelo a un oficial español que ofendió a Cuba y los cubanos. La bala de aquel rozó las sienes de Céspedes.
La del bayamés, más certera, abatió al adversario. A su regreso a la isla, el gobierno español no tardó en identificarlo como enemigo político.
Entre 1851 y 1852, sufrió prisiones y destierros en Bayamo y Manzanillo. En 1855, por sus ideas emancipadoras, guardó peculiar prisión a bordo del vetusto buque de guerra Soberano, veterano de la batalla de Trafalgar, anclado desde 1854 en el puerto de Santiago de Cuba. Allí compartió cautiverio con Joaquín Márquez, compañero de Bolívar y comandante de los ejércitos independentistas.
En la voz del protagonista de la epopeya bolivariana, escuchó Céspedes aquella prédica revolucionaria, con la que se identificó totalmente. El peligroso maestro fue expulsado a Venezuela. A Céspedes, se le impuso los límites de la ciudad de Santiago de Cuba como prisión. Llevaría en lo adelante las ideas del libertador como guía de su pensamiento político. Años después, en plena guerra, escribiría:
“Venezuela, que abrió a la América Española el camino de la Independencia y lo recorrió gloriosamente hasta cerrar su marcha en Ayacucho, es nuestra ilustre maestra de libertad, el dechado de dignidad y heroísmo y perseverancia que tenemos incesantemente a la vista de los cubanos.
Bolívar es aún el astro esplendoroso que refleja sus sobrenaturales resplandores en el horizonte de la libertad americana como iluminándonos la áspera vía de la regeneración. Guiados por su benéfico influjo, estamos seguros de que alcanzaremos felizmente el término.”
El más bolivariano de los libertadores cubanos de la Guerra Grande, fue la bujía inspiradora del movimiento redentor. Cuando muchos se detenían a meditar ante las dificultades, convocó al embate. Para dar el ejemplo, el 10 de octubre de 1868, al grito de Independencia o Muerte, desafió al entonces poderoso imperio colonial español y liberó a sus esclavos, convirtiéndolos en ciudadanos u hombres libres.
Como profeta del destino futuro de la Patria que comenzaba a forjar, advertía en el Manifiesto que ese día enviaba a sus compatriotas y a todas las naciones: “…Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos…”
Su impronta marcó el principio de la guerra. Su impactante personalidad sirvió de imán para nuclear en torno suyo a una heterogénea masa de terratenientes, intelectuales, campesinos, esclavos, ex oficiales de las reservas dominicanas, españoles, y pueblo en general. Pronto su nombre cruzó las fronteras de la isla, y el mundo identificó en él, al Libertador de Cuba.
Para expandir el resplandor de la luz de la Revolución, incendió Bayamo convirtiéndola en santuario de la Patria. Combatiendo a España y a sus adversarios políticos, sostuvo la llama redentora hasta abril de 1869, cuando fue electo, en la Asamblea de Guáimaro, Presidente de la República de Cuba en Armas. Como visionario estratega, desplegó la guerra al campo de la diplomacia y a través de representaciones oficiales o comisiones especiales, llevó la causa de Cuba al debate político latinoamericano.
Varias naciones reconocieron la beligerancia de las armas cubanas. Los presidentes se carteaban con Céspedes transmitiéndole confianza y solidaridad. Venezuela y Colombia organizaron expediciones armadas, tres y una, respectivamente, y en su pasión latinoamericanista, se rodeó de una escolta venezolana, nombró a dos jóvenes de aquel país sus ayudantes, y al general José Miguel Barreto, ministro de la Guerra.
Para exaltar el espíritu de lucha y el carácter irreconciliable de la guerra contra España, el 10 de abril de 1870, se dirigió a los camagüeyanos en una encendida proclama en la que invocó a Bolívar:
“En el corazón de cada cubano deben estar escritas aquellas terribles palabras que en situación análoga pronunció el inmortal Simón Bolívar: “Mayor es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella, y menos difícil sería unir los dos continentes que conciliar el espíritu de ambos países.”
La política de Estados Unidos hacia Cuba, le resultó turbia. En julio de 1870 escribiría a José M. Mestre, representante de la Revolución en New York:
“[…] Por lo que respecta a los Estados Unidos tal vez esté equivocado, pero en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación […] este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros amigos más eficaces o desinteresados […]”.
Desengañado, y convencido a fuerza de golpes demoledores y ultrajes, de las verdaderas intensiones del vecino del norte, el 30 de noviembre de 1872 escribiría:
“[…] No era posible que por más tiempo soportásemos el desprecio con que nos trata el gobierno de los Estados Unidos, desprecio que iba en aumento mientras más sufridos nos mostrábamos nosotros. Bastante tiempo hemos hecho el papel del pordiosero a quien se niega repetidamente la limosna y en cuyos hocicos por último se cierra con insolencia la puerta.[…] no por débiles y desgraciados debemos dejar de tener dignidad.”
El 27 de septiembre de 1873, sus enemigos políticos lo deponen. Fue el principio del fin de la Guerra Grande, y la chispa que llevó al Zanjón. En lo adelante nada sería igual. La solidaridad internacional decayó ante la imagen de una revolución fragmentada y dividida por inescrupulosas ambiciones. Surgirían los movimientos sediciosos, cantonales, y se acentuaría el regionalismo y el caudillismo. Se fragmentaría irremediablemente la unidad.
El día de su deposición, su fiel subordinado, coronel José de Jesús Pérez, le pidió autorización para cargar contra quienes lo destituían. Se opuso resueltamente. Por él, no se derramaría jamás sangre entre cubanos. Más digno que nunca, demostrando su inigualable grandeza, aceptó disciplinadamente la decisión de sus enemigos políticos:
“…Como antes, como ahora y como siempre, estoy consagrado a la causa de la Libertad e Independencia de Cuba. Prestaré con todo corazón mi débil apoyo a cualquier gobierno legítimo…”
Una vez más, demostraba su grandeza aquel hombre derecho. Los cubanos todos recordaban la firmeza de su respuesta al capitán general Antonio Fernández Caballero de Rodas, cuando en mayo de 1870 le ofreció el perdón de la vida de su joven hijo Oscar, prisionero de España, a cambio de abandonar la revolución: “Oscar no es mi único hijo, lo son todos los cubanos que mueren por las libertades patrias.” En la soledad de su pensamiento lloró, en la pérdida de su hijo, el martirologio de todas las familias cubanas.
El 10 de octubre de 1888, en ocasión del vigésimo aniversario del alzamiento glorioso, José Martí escribió en Nueva York para El Avisador Cubano:
"De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence."
Fue un irrefrenable quijote, arrebatado de amor, y desbordante dignidad. Fue un hombre solar.
A él, como a Fidel, rindió culto y fidelidad eterna Eusebio Leal, emulo de espíritu, ideas y acción, del hombre que encendiera la llama que hoy ilumina la forja de una nación soberana, independiente y profundamente antimperialista. La Cuba indoblegable de Céspedes y del pueblo humilde y resuelto que lo acompañó en la gran aventura de la independencia, vive orgullosa de su pasado de gloria y su presente de lucha, resistencia y victoria.