Que no llueva ni mucho, ni poco; sino lo necesario. Que lleguen a tiempo los insumos a la cooperativa y que se le suministre al asociado y no al “socio” de la calle. Que el camión de Acopio recoja la cosecha el día acordado. Que los animales del vecino no hocen las siembras. Que el delincuente no le haya “tirado el ojo” a tus producciones… Además, el gran esfuerzo y desgaste físico que el trabajo en el campo exige, indudablemente determinan que la Agricultura, más que por mero placer, en la mayoría de los casos, se ejerza por necesidad.
A Gabriel le ha sucedido así. Aunque cursa el cuarto año de Medicina, el reordenamiento económico en que está inmerso el país y las circunstancias personales, le han impuesto repensarse la vida y la economía hogareña, porque un solo salario en casa (el de su esposa), no alcanza para satisfacer las necesidades básicas de la familia, que creció hace unos días con la llegada del primer hijo.
Mientras muchos nos quejamos del confinamiento en casa, este joven pinareño agradece la medida, que además de contribuir a la contención de la pandemia, le ha venido “como anillo al dedo”, pues le ha permitido emprender un nuevo proyecto: producir alimentos para el autoconsumo de los suyos y también, parte de la cosecha, con destino al comercio.
Aunque su tío paterno, un primo y un amigo de la familia trabajan la finca que hace poco más de dos años heredó de su padre, Gabriel ha decidido cuidar él mismo de sus animales y sembrar, –en menor escala-, otros cultivos indispensables en la cocina cubana: ajo, frijoles, café... Pero también recibe clases en el policlínico docente de su municipio (La Palma); participa en las labores de pesquisaje y atiende a pacientes en el consultorio médico de la familia; en dependencia de la situación epidemiológica de su comunidad.
Dinámicas estudiantiles y campesinas a las que suma la de la paternidad de su primogénito, Gabriel Santiago, que le llegó el 22 de abril y le dio la mayor de las alegrías e igualmente, nuevas responsabilidades; las que asume apasionado.
“Bueno, lo primero fue quererlo desde que estaba en el vientre de su madre; hablarle; acariciarlo; garantizar que ella se alimentara y cuidara bien, para que él naciera saludable. Y ahora es cuando es. Sigo haciendo lo que hacía antes y a veces me despierto en la noche y voy a su cuna a ver si está bien; otras veces lo cargo para que mi esposa adelante otras cosas que tiene que hacer. Definitivamente, ya mi vida gira en torno a él…”, reflexiona el padre de la criatura, campesino y futuro médico.
A diferencia de meses atrás, -cuando estaba becado en la ciudad de Pinar del Río-, las nuevas dinámicas estudiantiles impuestas por la pandemia, le permiten a este joven combinar estudio, trabajo y paternidad; regresar todos los días a casa y atender a la familia, especialmente a su pequeño, pero también, sus sembrados y animales.
Dice que está cansado de pagarle gangas a revendedores y negociantes, a los que no les tiembla la voz para pedir “hasta 100 pesos por una ristra de ajos que no llega a las 20 cabecitas. O la libra de frijol a 50 pesos. Y así, con todo”.
Tiempo atrás, estos y otros productos los obtenía con las ganancias derivadas de las ventas de las demás producciones, que además le permitían pagar servicios imprescindibles: agua, electricidad, canasta familiar normada, aseo… Pero actualmente, todo ello ha encarecido y las cuentas no dan, si no aprovecha al máximo su fuente de ingreso: la tierra.
Que tuvo que doblar la espalda para plantar cada postura y pagar a altos precios insumos como semillas, fertilizantes, alambre de púas y otros porque en el mercado estatal no los encontraba; es cierto. Igualmente, que la lluvia le estropeó los frijoles en dos ocasiones y tuvo que sembrarlo una tercera vez. Asimismo, que ha tronchado el sueño mañanero para regar, fumigar, escaldar, guataquear o chapear los cultivos. Y así, muchísimos trabajos más. Pero asegura que vale la pena el esfuerzo.
Desde hace días está disfrutando en la mesa, de los frijoles que él mismo sembró y hasta ha podido compartir con familiares y amigos. Su madre (con la que también convive), ya tiene garantizado el sazón que no le puede faltar en la cocina: el ajo. En unos meses, el pequeño comerá las malangas sembradas por papá. Y el café, en el momento preciso, además de proporcionarle las muchas coladas que acompañan los días y noches en su casa, le facilitará finanzas para emprender nuevos proyectos.
Se ha plantado en sus mil motivos; basta de traer de otro lugar y de pagar a precios exorbitantes lo que en el campo puede producirse, especialmente en esta etapa de reordenamiento económico, cuando producir más y mejor es la única garantía de una vida digna. Cada pedacito de tierra es una oportunidad de ganancia y no se puede desaprovechar; son tiempos de volver al surco.