Aunque nunca he sido muy dado a comparaciones, la imagen que días atrás pasó ante mi mirada, en pleno vuelo ciberespacial, me está casi obligando a escribir o a hacer en este instante algo a veces mucho más necesario e importante: desahogar.
Se trata de una foto, para mí muy triste, en la que dos niñas observan al fotógrafo que las capta, mientras una tercera, más pequeña aún, mira, en picada, quién sabe qué, o vaya usted a saber por dónde anda su tierno pensamiento, en ese cualquier minuto de un día también cualquiera en la vida de la Cuba prerrevolucionaria.
No me empecino en decirlo o en inventarlo, porque encuadre y composición de la instantánea no dejan duda acerca de que las tres forman parte de una familia muy humilde, pobre.
Lo más probable es que, ahora mismo, a usted acuda –e insisto que no persisto en comparar– la ropa, muy distinta, que recientemente su nietecita regaló a niños de menos edad o estatura, tal y como hicieron Daniela e Isabela, por apenas mencionar dos entre los miles de nombres que podríamos citar en toda Cuba. ¿Cierto o no?
Tal vez un poco más soñador, ahora mismo yo añoraría que todo este indetenible desarrollo de las nuevas tecnologías y de la –virtualidad– me permitiesen atender, peinar, perfumar, vestir, cargar en brazos, a esas tres florecillas, cándidamente bellas, a contrapelo de esa cruda dimensión de pobreza con que aquel pretérito tiempo las arropó.
¿Quiere, de verdad, entender usted con claridad nuestra historia? Pues observe, por tan solos uno o dos minutos, esa imagen, pregúntese –y respóndase– por qué hace 71 años, por estos mismos días de julio, Fidel caminaba serenamente inquieto, aunque seguro, de un lado para otro, concibiendo a punto de detalle el modo más sorpresivo y eficaz de asaltar el cuartel Moncada, como detonante para virar al derecho a toda Cuba, y darles un giro total a los destinos de este país.
No soy dado, repito, a comparaciones, pero caramba, la coincidente imagen –siete décadas más acá– de tres niñas jugando, protegidas por nasobucos, o de varios niños agitando banderitas cubanas y del 26, o de un numeroso grupo saludando con la mano en alto y con una explosión de alegría en pleno rostro, me llevan a sentir, una vez más, que «soy feliz, soy un hombre feliz…» tal y como desahoga el siempre niño Silvio Rodríguez en su Pequeña serenata diurna: una de las (tantas) más bellas canciones de su cubanísimo repertorio musical.