Cuarenta y cuatro años lleva Corina Matamoros Tuma trabajando en el Museo Nacional de Bellas Artes. No imaginaba ese futuro la joven recién graduada de Historia del Arte que, en 1978 y gracias a Marta Arjona, encontró empleo en la institución que hoy celebra 110 abriles.
En este tiempo ha realizado alrededor de 40 muestras para la institución y ha seleccionado y gestionado para el patrimonio de su país cerca de 400 piezas de jóvenes cubanos. Ese average es su mayor recompensa.
Le costaría imaginar esos resultados a la muchacha con ganas de hacer, pero inexperta, que se adentró en una institución inmensa en 1978. Poco a poco comenzó a descubrir la importancia de cada departamento: el de Colecciones y Curaduría, los de Conservación y Restauración, el de Servicios Educacionales, el de Animación Cultural y el de Comunicación y Publicaciones.
Donde primero trabajó fue en el de Servicios Educacionales, inicialmente como museóloga, luego como especialista y jefa en esa sección. En aquel entonces la Dirección de Patrimonio Cultural radicaba en el Museo y el departamento educativo funcionaba a escala de país.
“Teníamos un eficiente sistema de préstamos de exposiciones a otros museos, escuelas y centros de trabajo, que me permitió conocer muchos lugares. Era sencillo: me montaba sola o con otro colega en una guagüita Girón con unas quince o veinte obras, las llevaba a un hospital, por ejemplo, las montaba, y luego daba una pequeña explicación sobre las obras. Era genial porque las personas las recibían con curiosidad y agradecimiento. Íbamos a todas partes: a instalaciones militares, universidades, fábricas, escuelas…”, recuerda.
En los años ochenta conoció a los artistas de la renovación y realizó su primera exposición sobre ellos en 1985. “Se llamó De lo contemporáneo y fue una de las mejores experiencias que he tenido. Era la primera vez, en ese medio, que un curador se interesaba por exponer junto a las obras, a los nuevos referentes que las originaban.
“Con creadores punteros como José Bedia, José Manuel Fors, Gustavo Pérez Monzón o Ricardo Brey, fuimos indagando aquellas zonas fuera del arte que los imantaban en sus creaciones: una xiloteca cubana del Centro de Investigación Forestal; los exvotos de varios cementerios; herbarios del Jardín Botánico Nacional; las cabezas frenológicas del Museo de Ciencias… ¡Un mundo de cosas, como diría José Soler Puig!”.
Aquella muchacha, sin preverlo, iba enamorándose de la vida del museo. Cómo no hacerlo, si se trata de un sitio casi místico…obligado para estudiosos del arte cubano y universal y guardián de la más amplia colección de arte de este archipiélago.
Su labor fue haciéndose notar poco a poco y, entre los años 1986 y 1987, la dirección del centro la envió a estudiar Museología al Museo del Louvre.
Fue renovador y provechoso aquel año en Francia. A su regreso, fue promovida como subdirectora del Museo Nacional de Bellas Artes. Debía llevar a su cargo toda la labor especializada de la institución: restauración, conservación, investigación, servicios educacionales y biblioteca.
Pero nunca se circunscribió a las tareas de dirección. “He recorrido todos los rincones del museo, antes y después de las sucesivas remodelaciones y he limpiado los altos cristales de la tercera planta. También quité los restos de pintura en los rodapiés y barrí la larga y modernísima rampa cada vez que hizo falta”. No tiene que explicar que posee el llamado “espíritu de cuerpo”, elevado a la mayor de las potencias.
En 1988 tuvo a su cargo Nosotros, la mayor retrospectiva de Raúl Martínez realizada hasta hoy. “Fue una experiencia inigualable. Hasta ese momento solo había trabajado con jóvenes y no sabía qué significaba hacerlo con un maestro, con un verdadero clásico. Sufrí a mares, pero aprendí más”, cuenta entre risas.
Para ella, su mejor posición en el museo es la que desempeña desde 1992: curadora de arte cubano contemporáneo. Previamente había construido estrechas relaciones con el arte joven y su trabajo ha sido imprescindible el coleccionismo de arte cubano actual.
Ha tenido la responsabilidad de impulsar una política de recolección metódica del arte contemporáneo, que le ha permitido consolidar el patrimonio visual cubano con las primeras producciones de muchos de los que se han convertido en nuestros días en indispensables creadores.
Gracias a ese trabajo entraron por primera vez al museo artistas de la talla de Lázaro Saavedra, José Toirac, Eduardo Ponjuán, Glexis Novoa, Luis Gómez, Abel Barroso, Sandra Ramos, Marta María Pérez, Magdalena Campos, Los Carpinteros, Esterio Segura, Santiago Rodriguez Olazabal y una lista extensa de nombres que llega hasta la actualidad. Esa labor, difícil de llevar con los modestos recursos del Estado, y, tras muchas décadas de altibajos de circunstancias, es su gran orgullo.
Algunas de las mejores experiencias de su vida se las ha regalado el trabajo en el museo. Recuerda estar sola por primera vez en un almacén repleto de obras de todas las épocas, en calma, hablando de tú a tú con ellas e imaginando qué se dirían. O la inauguración de la primera Bienal de La Habana que se hizo en el centro, donde había tantas personas que pensó que la rampa de desmoronaría. Vienen a su mente también visitantes ilustres que debió recibir, como Gabriel García Márquez y Dave Mattheus.
“Los museos son espacios de confrontación de saberes indispensables para la marcha y el sostenimiento de la cultura. El Museo Nacional de Bellas Artes juega un papel protagónico en ese sentido”, dice Corina Matamoros. Y lo afirma con propiedad. Ha dedicado más de la mitad de su vida al desarrollo de esa institución y a la preservación del patrimonio cultural cubano.
Museo Nacional de Bellas Artes: Guardián de un patrimonio extraordinario
Tres edificios principales son encargados desde 1913 de atesorar, restaurar, conservar, promover e investigar obras de artes visuales que integran el patrimonio cubano. El Palacio de Bellas Artes atesora las colecciones cubanas; el edificio que fuera sede del Centro Asturiano, frente al Parque Central, conserva las colecciones de arte universal; y el antiguo Cuartel de Caballería de 1764 (en Empedrado y Monserrate) sirve como áreas administrativas.
“El Museo Nacional de Bellas Artes posee alrededor de 49 000 piezas entre pintura, escultura y papel. En este último, sobre todo, queda mucho trabajo de investigación pendiente”, señala el director de la institución, Jorge Fernández.
Si de patrimonio nacional se trata, las obras de los artistas cubanos más encumbrados desde la época de la colonia hasta la actualidad están entre sus paredes. “Aún hoy seguimos coleccionando piezas de creadores muy jóvenes, ante la carencia de un museo de arte contemporáneo en Cuba”, explica el director.
De arte universal, el museo también posee colecciones de primer nivel, donde destaca una de cerámica griega, que es de las más importantes que se conservan en América Latina, así como las colecciones francesas del siglo XIX.
En aras de mejorar sus inmuebles, desde 2016 la institución es objeto de transformaciones. Se han impermeabilizado las cubiertas y restaurado los exteriores de los edificios de arte cubano y arte universal; se restauró el vitral de esta última instalación y se están construyendo nuevos almacenes, entre otros arreglos.
Persisten, sin embargo, algunas debilidades con las colecciones de arte contemporáneo, tanto nacional como universal, advierte Jorge Fernández. “En la sala nacional de los años 90, por ejemplo, faltan artistas importantes de la época. Ello hace que deba ser representada nuevamente, con el distanciamiento temporal que amerita, aunque hacen falta recursos para hacerlo”, señala.
No obstante, el museo está en condiciones de desarrollar actividades para fomentar y satisfacer el interés cultural de la población. Destacan las exposiciones de primer nivel realizadas en los últimos tiempos con artistas extranjeros y cubanos (como las de los premios nacionales de Artes Plásticas); las actividades en el teatro del museo, que fue subsede de Festival de Jazz y donde se realizan diversas presentaciones y talleres; la exposición que coincidió con los 120 años del maestro Wifredo Lam y que abrió el inicio de las celebraciones por el aniversario 110 del museo; el homenaje al recientemente fallecido Ernesto Rancaño, entre otras.
El reto para quienes llevan las riendas de la institución hoy es estar a la altura de la historia. Fueron muchas las peripecias de los artistas fundadores y, en especial, de Antonio Rodríguez Morey -quien fuera su director- para buscar un inmueble adecuado a la institución durante los años de la República. Al museo consagró Rodríguez Morey más de la mitad de su vida.
Los resultados se aprecian en la actualidad. El Museo Nacional de Bellas Artes es una institución que sorprende, por sus colecciones de valor, su labor educativa y la belleza de sus instalaciones.
Al preguntarle por el futuro del centro, Jorge Fernández es preciso: “Queremos que siga siendo un referente para la cultura cubana y del mundo. Es un sitio que vale la pena visitar, porque posee un patrimonio extraordinario”.