El Instituto Karolinska de Estocolmo concedió en días recientes el Premio Nobel de Medicina a la bioquímica húngara Katalin Karikó y al inmunólogo estadounidense Drew Weissman por la vacuna contra la Covid-19 basada en ARN mensajero, un elemento imprescindible en fórmulas como la de Pfizer o Moderna.
Según el jurado de la academia sueca, el galardón se les otorgó a dichos científicos “por sus descubrimientos sobre modificaciones de bases de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm contra la Covid”, y destacó la importancia de esta tecnología de cara al futuro.
El anuncio, como se ha de suponer, contó con el apoyo de la inmensa mayoría de la comunidad científica internacional y por el público en general por el incuestionable aporte al control y futura erradicación de una enfermedad que todavía hoy sigue cobrando vidas en todo el mundo.
Sin embargo, como en tantos otros espacios donde solo se premia a “lo mejor”, conviene mirar con cierta suspicacia y preguntarnos qué intereses pudieran entrar en juego a la hora de tomar una decisión de este tipo ¿Por qué ellos y no los creadores de las vacunas cubanas, por ejemplo? La experiencia de otros años nos invita, cuanto menos, a despojarnos de la inocencia cuando nos referimos a estos temas.
Y para nada tiene que ver con argumentos cubiertos de pérfido chovinismo o con discursos que muy pocos favores le hacen a un debate que se sustenta por sí mismo en hechos, sino con la enésima sospecha de que se pretende— en el mejor de los casos— obviar todo lo que surgido fuera de los círculos políticos, económicos y culturales del liberalismo occidental.
Todavía hoy nos queda la sensación de no haber puesto lo suficientemente en valor lo conseguido por nuestros científicos tras haber desarrollado cinco candidatos vacunales antiCovid. Un extraordinario logro posible gracias a la experiencia de la industria biotecnológica nacional, de las pocas estatales en el mundo con una estructura enfocada en atender las necesidades de la salud pública.
Si Cuba aparece entre los países con mayor cobertura de vacunación, y con niveles de contagio ínfimos es gracias a un sistema sanitario que, pese a sus limitaciones evidentes, mantiene una disposición y metodología de trabajo capaz de enfrentar cualquier contrariedad. Pero también por la seguridad y eficacia de sus inmunógenos, sobre todo, de Abdala y Soberana 02.
Basadas en décadas de estudio de las ciencias médicas y en el trabajo con enfermedades infecciosas, estas vacunas contienen una parte de la proteína S utilizada por el virus SARS CoV-2 para unirse a las células humanas, lo que genera de anticuerpos neutralizantes que bloquean ese proceso de unión.
Se trata de uno de los enfoques más económicos conocidos hasta la fecha y el tipo sobre el cual Cuba tiene la mayor cantidad de conocimientos, experiencias e infraestructuras. Se sustenta en la parte del antígeno de la Covid que entra en contacto con el receptor celular y produce también la mayor cantidad de anticuerpos neutralizantes. Y aun cuando otras usan esta estrategia, Soberana 02, por ejemplo, combina el dominio de unión al receptor del antígeno con una forma inactivada del tétanos para potenciar la respuesta inmunitaria, haciéndola la única vacuna conjugada antiCovid.
A día de hoy la Organización Mundial de la Salud (OMS) se niega a reconocerlas bajo el pretexto de que los lugares donde se producen incumplen con los estándares que exige, normativas descabelladas y absurdas para un país subdesarrollado y bloqueado por más de 60 años.
Pese a que naciones como Nicaragua, Venezuela, Irán, Vietnam, México y Belarús han aprobado su uso y certificado los buenos resultados, la OMS desconoce tal realidad en un contexto marcado por las complejidades para adquirir las materias primas y producir el fármaco como consecuencia de medidas financieras coercitivas de Estados Unidos.
No obstante, permanecen como una alternativa real para los países del Sur que apenas se tienen en cuenta por las instituciones sanitarias regionales y globales y que se niegan a hipotecar su soberanía para contar con dosis diseñadas y comercializadas por las grandes multinacionales.
Que quede claro, nadie reclama premios ni mucho menos loas innecesarias. Solo el justo reconocimiento por la efectividad de un ejercicio científico, político y social formidable en medio de las más impensables necesidades. Pero, en última instancia, que el Nobel otorgado a Karikó y Weissman sirva para medir la brillantez de nuestros médicos e investigadores.